La banalización del extremismo: un suicidio democrático

Cuando todo se etiqueta como extremismo, los auténticos enemigos de la democracia pasan desapercibidos

Vivimos inmersos en una atmósfera donde las palabras han perdido su peso. En el debate público, «fascismo» o «extrema derecha» se disparan a la mínima diferencia de opinión, con una ligereza que inquieta tanto como desarma. Esta trivialización de conceptos históricamente graves no solo distorsiona la realidad política, sino que mina los cimientos mismos de la convivencia democrática.

En España, VOX se ha convertido en el blanco perfecto de esta tendencia. Para algunos sectores, todo lo que huela a conservadurismo, a defensa de la nación o a crítica del progresismo último, es automáticamente catalogado como «fascista». Pero ¿realmente estamos ante un partido de extrema derecha en el sentido clásico? ¿O estamos confundiendo la vehemencia política con la amenaza totalitaria?

Qué es realmente la extrema derecha

Antes de condenar a nadie, conviene recordar de qué hablamos cuando hablamos de extrema derecha. No basta con el nacionalismo o la defensa de fronteras; hablamos de proyectos políticos que rechazan la democracia liberal, promueven un nacionalismo étnico excluyente, justifican o emplean la violencia política y, en muchos casos, muestran nostalgia por regímenes dictatoriales.

La Europa contemporánea conoce ejemplos reales de extrema derecha: la Aurora Dorada en Grecia, Alternativa para Alemania (en su ala más radical del este), el Jobbik húngaro en sus orígenes. Grupos que no solo criticaban el sistema, sino que buscaban reemplazarlo por modelos autoritarios, raciales o abiertamente antidemocráticos.

En este contexto, analizar a VOX exige frialdad. Su programa defiende la unidad nacional, propone controles migratorios más estrictos, apuesta por valores conservadores y plantea la recentralización del Estado. Son posturas contundentes, pero encuadradas dentro del sistema democrático. VOX no propone suprimir elecciones, abolir la separación de poderes ni instaurar un líder carismático que lo absorba todo. En su esencia, es un partido nacional-conservador duro, pero no antidemocrático ni totalitario.

Confundir esto con el fascismo histórico es no entender ni la historia ni la política actual. Y, lo que es peor, es poner en peligro la capacidad social de reconocer los extremismos reales cuando aparezcan.

El velo que oculta a la extrema izquierda

Mientras la derecha conservadora es demonizada bajo el manto del fascismo imaginario, otro extremo político se cuela sin demasiadas alarmas: la extrema izquierda. Amparados en un discurso de justicia social y reparación histórica, algunos movimientos de extrema izquierda defienden propuestas que en cualquier análisis riguroso deberían alertarnos: eliminación de la propiedad privada, democracia de partido único, violencia revolucionaria «legítima» contra el adversario.

En España, figuras políticas que han manifestado admiración por la Venezuela de Chávez o la Cuba castrista se presentan como moderadas dentro del debate público. Su radicalismo ideológico se disfraza de «progresismo», mientras se condena con frenesí cualquier defensa de la nación o de la tradición cultural como un acto de extrema derecha.

Esta asimetría en la percepción no es inocente. El lenguaje deformado crea un campo de batalla donde unos extremismos se demonizan y otros se blanquean. Donde exigir respeto a la ley es autoritarismo, pero proponer asambleas populares que anulen parlamentos elegidos democráticamente es «democracia real». Así, el extremismo se disfraza de virtud y, lo que es peor, se normaliza.

Las consecuencias de destruir el lenguaje

Cuando todo es «fascismo», nada es fascismo. Cuando todo es «extrema derecha», los verdaderos autoritarios se camuflan entre el ruido. Banalizar los términos es desarmar a la sociedad frente a las amenazas reales.

La democracia liberal, con todos sus defectos, se basa en el respeto a la pluralidad y en la alternancia pacífica del poder. Necesita oposición leal, debate razonado y una ciudadanía capaz de discernir entre propuestas políticas fuertes y proyectos antidemocráticos. Cuando el insulto sustituye al argumento, cuando la excomunión moral sustituye al debate, el tejido mismo de la democracia se deshilacha.

Y este desgaste no solo favorece a los extremistas, sino que infantiliza a la sociedad. Una ciudadanía que no sabe distinguir entre un conservador duro y un dictador en ciernes, entre un izquierdista reformista y un revolucionario autoritario, está condenada a ser arrastrada por la emoción del momento, incapaz de defender sus libertades.

El suicidio democrático

El verdadero peligro no es que existan partidos de derechas o de izquierdas con propuestas firmes. El peligro es que, incapaces de mantener vivo el significado de nuestras palabras, nos volvamos ciegos ante el ascenso real de los extremismos.

Hoy, la banalización de «extrema derecha» ha llevado a que muchos miren hacia otro lado cuando la extrema izquierda promueve la cancelación de la libertad de expresión, la imposición de únicas verdades oficiales o la violencia contra los disidentes. Y mañana, cuando surja un verdadero movimiento autoritario, unos y otros no tendrán herramientas para reconocerlo.

El suicidio democrático empieza así: no cuando se vota a quien uno no quiere, sino cuando se destruye el terreno común de significados que hace posible la convivencia en la diferencia.

La democracia no necesita adanismos morales ni inquisiciones de nuevo cuño. Necesita ciudadanos maduros, capaces de argumentar, de discrepar y de convivir. Y para ello, necesita algo tan sencillo y tan difícil como preservar el sentido de las palabras.

Porque si todo es «extremismo», entonces ya nada importa.

Y en ese vacío semántico, los verdaderos enemigos de la libertad sabrán hacerse fuertes.


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