No hace falta ser lingüista para detectar dónde se fabrica la mayor tomadura de pelo política de los últimos tiempos: en cada intervención de Yolanda Díaz, esa ecuación imposible de forma sin fondo que ha logrado ascender a la vicepresidenta con menos sustancia per cápita de toda la democracia española. Si acaso dejase de hablar, calcularíamos automáticamente la huella de carbono evitada; porque cuando abre la boca, un absurdo tras otro convierte sus ruedas de prensa en auténticos espectáculos de variedades cómicas para cualquier espectador con un mínimo de sentido crítico.
Quizá su momentazo más celebrado en los mentideros de la desfachatez retórica fue aquel lapsus donde, leyendo supuestamente un discurso técnicamente sólido, confundió una Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA) —esa borrasca que ha dejado un rastro de estragos por Valencia, Castilla-La Mancha y Andalucía— con una “pandemia” que asola España de víctimas meteorológicas. Es lo que ocurre cuando pronuncias palabras que encajan en tu discurso de victimismo permanente pero que no significan nada: el concepto, tras pasar por su filtro, termina hecho puré semántico. “Se ha referido a la catástrofe como la ‘pandemia’”, dejó atónitos incluso a quienes dormían la siesta en aquel momento ESdiario. No es la primera vez que la vicepresidenta convierte un término técnico en un juego de niños, pero sí la más dolorosa: confundir muertes por lluvia con brotes víricos, todo un hito de la improvisación charlatanesca.
Y si hablamos de lenguaje ampuloso, no podemos olvidar su incursión en el universo del inclusivo ultrarradical. Un día cualquiera, en un arranque de creatividad ortopédica, introdujo en un discurso la fórmula “autoridades y autoridadas” para referirse a sus congéneres varones y hembras en el ámbito de la política. La mezcla sonó tanto a carnaval lexicográfico, a chiste de mal gusto, que hasta los medios afines la colocaron en el tendido del ridículo: “El ridículo de Yolanda Díaz con el lenguaje inclusivo: ‘autoridades y autoridadas’” tituló OKDiario, con toda la sorna posible Ver vídeo. Uno se pregunta si imitar ese despropósito es el siguiente paso en la agenda de la Vicepresidencia: ¿‘ciudadanos y ciudadanas’, ‘ciudadanxs y ciudadanía’? El manual del disparate está en renovación constante mientras la realidad del país se va derrumbando sin que nadie parezca darse cuenta.
Pero la guinda del pastel de la insensatez la puso en pleno funeral del Papa Francisco, donde —cuando se suponía que debía respirar mínimamente el respeto que la ocasión exigía— se hizo un selfie sonriente junto a María Jesús Montero ante el féretro okdiario.com. Es desconcertante que, tras haber pasado por el templo de la solemnidad católica, estas damas del gobierno se disuelvan en carcajadas y poses para la posteridad, como si fueran influencers de garrafón. Aquel gesto de frivolidad resumió mejor que cualquier análisis por qué la clase política actual está tan alejada del interés general: si te unes al gobierno no es para ejercer un cargo de responsabilidad, sino para protagonizar un reality show de incompetencia.
Y sin embargo, cada vez que Yolanda Díaz se dirige a la ciudadanía, se envuelve en un manto de aparente profundidad. Habla de “cambios de paradigma”, de “nuevas matrices de gobernanza”, de “modelo socioeconómico postcapitalista” o de “políticas transformadoras con enfoque interseccional”. En la jerga geek de la militancia radical, suena a oráculo: a primera escucha, parece que alguien ha leído un par de papers, hecho un mix de términos pomposos, y lo suelta con la seriedad de quien domina la materia. Pero, al final, ese carrusel de palabras no apunta a ninguna parte: ninguna métrica, ninguna cifra clara, ninguna propuesta avanzada. El fin es el propio discurso, no la solución de problemas que, por cierto, apremian en España: paro juvenil, crisis energética, gasto público desbocado, tensiones territoriales… nada que no se resuelva con un eslogan de diseño.
Porque ahí reside la trampa: el lenguaje rimbombante vende inteligencia, aunque tras él no haya más luz que la de un farolillo chino. Su oratoria está diseñada para lanzar una imagen de erudición espontánea: mientras dice “reconfiguración de estructuras productivas para una economía sostenible y justa” —por ejemplo—, el público distraído asiente y aplaude, convencido de que ha escuchado un plan maestro. Pero no hay datos, no hay fechas, no hay presupuestos. Solo un aluvión de términos enlatados. Un día se llama a “la redistribución equitativa de rentas” y al siguiente te confunde la DANA con una epidemia. La capacidad de asombro de su auditorio convenido es infinita.
Si repasamos algunos ejemplos más —porque esta artista del disparate no se detiene—, encontramos perlas como aquella en la que comparó el impacto de sus medidas de empleo con “una ola de civilización que barre desigualdades” (¡no bromeo!), o cuando dijo que venía “a restaurar el pacto social en clave de feminismo popular” —sin especificar en qué consiste ese pactómetro ideológico ni qué tecla toca para marcar el gol—. Cada frase es un universo paralelo donde la preocupación real por la gente se solapa con un espectáculo de luces y humo. Y ahí está el quid de la cuestión: lo extravagante distrae, seduce y, sobre todo, disfraza la carencia de sustancia.
La culpa, por supuesto, no es solo de Yolanda Díaz. Es la tragedia de un sistema político que premia la pose y el eslogan sobre la valía y la experiencia. Tenemos a una vicepresidenta que, en lugar de dedicarse a manejar los asuntos que competen a su cartera (empleo, diálogo social, cotizaciones…), se dedica a engrosar su currículum mediático con fotogramas virales de sus tropezones verbales. Mientras tanto, nuestros problemas estructurales siguen ahí, enquistándose: la inflación no entiende de definiciones pomposas; el tejido productivo no se regenera con selfies en el Vaticano; los salarios de miseria de los trabajadores no mejoran con discursos de tres horas plagados de palabrería vacía.
Es imposible no preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí: ¿qué méritos académicos y profesionales avalan a esta señora para pilotar la economía del país? ¿Acaso basta con saber recitar palabras rebuscadas y provocar memes con cada frase? La respuesta parece clara para cualquiera que observe desde fuera: no es la preparación sino la obediencia al relato oficial lo que cuenta. La política se ha convertido en un desfile de máscaras vacías donde el carisma hueco y la pose altanera valen más que la competencia real. Y en la cúspide de ese desfile está ella, Yolanda Díaz, con su sonrisa permanente y su dial fever retórico, haciendo del desconcierto la única constante de su carrera.
Al final, da igual que su lenguaje no diga nada: la izquierda oficialista la impulsa porque encaja a la perfección en la caricatura de “nueva política” que vende izquierdismo pero firma presupuestos con quién sea, que presume de feminismo pero no toca los privilegios reales, que critica el mercado pero privatiza la gestión de subvenciones. Su cada aparición pública es un recordatorio de la farsa: detrás de las palabras rimbombantes no hay más que un teatro mal montado, un cascarón hueco que resuena sin eco. Y mientras tanto, la ciudadanía paga la factura.
Verla tropezar con sus propios discursos debería ser motivo de alarma, no de chanza. Porque cuando se habla de DANA, pandemia, autoridadas y selfies en un funeral, estamos constatando lo bajo que ha caído la política de nuestro país. Estamos aceptando que el número tres del Gobierno sea una experta en el arte de no decir nada, un reflejo perfecto de la ineptitud rampante. Y lo más triste es que, con esa habilidad de despiste masivo, logra que muchos se conformen con el teatro en lugar de exigir soluciones reales. Eso, más que un talento, es un delito contra la inteligencia colectiva. Capítulo uno, Yolanda Díaz. Y aún quedan muchos más para ver en este vodevil nacional.
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