Introducción
La palabra fascista ha vuelto a sonar con estridencia en la conversación pública. En tertulias, redes sociales y manifestaciones se reparte como un sambenito que anula al adversario sin más análisis. El fenómeno no es nuevo —la demonización retórica acompaña a toda democracia—, pero su frecuencia y liviandad actuales resultan inquietantes. Cada vez con mayor naturalidad observamos a quienes se erigen en custodios de la ortodoxia antifascista recurrir a tácticas de veto, coacción o violencia simbólica que evocan, paradójicamente, los rasgos que históricamente definieron al propio fascismo.
Una frase viral resume esta contradicción: “Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Suele adjudicarse a Winston Churchill, pero la investigación histórica demuestra que el estadista británico jamás la pronunció. La sentencia, en realidad, deriva de varias advertencias tempranas sobre el “fascismo disfrazado”, entre ellas el sermón que el teólogo estadounidense Halford E. Luccock predicó en 1938 —“cuando el fascismo llegue a América se llamará Americanismo”— y las reflexiones del populista sureño Huey Long, citado ya en 1936: “Claro que tendremos fascismo en este país, sólo que lo llamaremos antifascismo”. El efecto “Churchillian drift”, señalado por la International Churchill Society, hizo el resto.
El propósito de este artículo es doble: aclarar la genealogía de la frase y analizar cómo el uso abusivo del término fascista —y la deriva autoritaria de ciertos autodenominados antifascistas— está enturbiando el debate político y social contemporáneo.
1. Fascismo: concepto y contexto histórico
Para calibrar la gravedad de la acusación conviene regresar al significado original. El fascismo —movimiento surgido en la Italia de Mussolini y cristalizado después en la Alemania nazi— se caracterizaba por la exaltación de la nación o la raza, el culto al líder carismático, la movilización de masas contra enemigos internos, el repudio del parlamentarismo liberal, el uso sistemático de la violencia y la supeditación absoluta del individuo al Estado totalitario. El historiador Robert O. Paxton sintetiza el núcleo fascista como “una forma de conducta política obsesionada por la decadencia nacional y la pureza, que recurre a la violencia redentora y abandona las libertades democráticas”.
Banalizar esa etiqueta hasta convertirla en un comodín aplicable a cualquiera que discrepe de cierta ortodoxia ideológica supone minimizar las tragedias del siglo XX y desdibujar las señales de autoritarismo real. No todo discurso vehemente es fascista, ni todo populismo desemboca en camisas pardas; pero hay síntomas objetivos —coacción, censura, violencia— que permiten reconocer cuándo se traspasa la raya.
2. El viaje de la cita perdida
Los rastreadores de citas falsas coinciden: no existe registro alguno en los 15 millones de palabras públicas de Churchill que contenga la predicción sobre antifascistas. El rastro más firme conduce a un artículo del New York Times del 12 de septiembre de 1938 que resumía el sermón de Luccock en la Riverside Church de Nueva York, alertando contra un fascismo “sin esvásticas” que se presentaría bajo ropajes patrióticos. Años después, columnistas estadounidenses atribuyeron ideas semejantes a Huey Long y otros polemistas de la época; la frase fue destilándose hasta su forma breve y fulminante actual.
Las redes sociales completaron el proceso: un epigrama contundente unido a un personaje histórico de prestigio multiplica su viralidad. El fenómeno no es inocuo; confiere a la cita un aura de autoridad que distorsiona el debate. Cuando el gobernador de Texas Greg Abbott tuiteó la frase en 2018, la propia prensa de Washington se vio obligada a desmentir la autoría churchilliana.
3. La inflación del insulto
En la última década, fascista se ha convertido en un vocablo-bala de goma: duele, pero no hiere al aludido tanto como erosiona el significado de la palabra. Se tilda de fascismo la reforma laboral, una reforma educativa, el precio del café o la eliminación de una cuenta de X (antes Twitter). La etiqueta, repetida sin matices, actúa como silbato para la propia tribu y como mordaza para el discrepante.
El fenómeno se agrava cuando la acusación viene acompañada de escraches, cancelaciones o boicots. Aparentemente se trata de “defender la democracia ante el fascismo”, pero la práctica deriva en limitar la libertad de expresión mediante la intimidación social o económica. Se crea así un círculo vicioso: cuanto más flexible es el concepto, más fácil resulta aplicarlo y más radical se vuelve la respuesta, que a su vez refuerza la percepción de amenaza.
4. De antifascistas a neofascistas: espejo incómodo
Los analistas del extremismo señalan que una parte del activismo antifascista contemporáneo reproduce métodos inquietantemente similares a los que denuncia:
- Violencia preventiva. Bandas que atacan mítines o queman libros alegando que impiden “el advenimiento del fascismo”.
- Censura moral. Campañas para expulsar académicos o cerrar espacios de debate bajo la sospecha de “dar voz a ideas peligrosas”.
- Uniformidad simbólica. Uso de símbolos negros o pasamontañas para mostrar unidad frente al “sistema”, reminiscente de los camisas negras de antaño.
- Enemigos totales. Simplificación binaria: cualquiera que cuestione sus tácticas pasa, ipso facto, a engrosar la lista de “fascistas”, reforzando el círculo de autovalidación.
Sin embargo, la crítica no pretende demonizar todo antifascismo. Existe una tradición legítima —de la resistencia italiana a los partisanos franceses— que luchó contra la opresión real. La cuestión es discernir entre la defensa de valores democráticos y la imposición sectaria de una ortodoxia que no admite matices.
5. Consecuencias para el ecosistema democrático
- Polarización extrema. La política se convierte en un campo de batalla moral donde el adversario no es un oponente sino un enemigo existencial.
- Autocensura. Profesores, periodistas o humoristas rebajan su discurso por miedo a la lapidación digital.
- Desconfianza ciudadana. Cuando todo es “fascismo”, nada lo es; el término se desgasta y la sociedad relativiza las verdaderas señales de autoritarismo.
- Oportunismo político. Líderes demagógicos aprovechan el hastío para presentarse como víctimas de “la dictadura de lo políticamente correcto”, retroalimentando la espiral.
El resultado es un clima en el que el debate racional se vuelve impracticable y el espacio público se puebla de trincheras retóricas.
6. Recuperar el rigor: propuestas
- Rescate semántico. Preservar la palabra fascismo para los movimientos que cumplan al menos la mayoría de sus rasgos históricos fundamentales.
- Debate ad rem, no ad hominem. Contestar argumentos con datos y lógica, no con etiquetas.
- Reivindicar la libertad de expresión. Defenderla incluso (y sobre todo) cuando el discurso ofensivo no viola leyes penales, recordando que la mejor réplica es la refutación pública.
- Pedagogía histórica. Incluir módulos escolares que expliquen el fascismo real —su génesis, sus crímenes— para inmunizar a las nuevas generaciones contra simplificaciones.
- Autocrítica en el activismo. Los movimientos antifascistas democráticos deben diferenciarse claramente de quienes, invocando la misma causa, emplean métodos autoritarios.
Conclusión
La célebre frase que abre este artículo, más allá de su atribución errónea, encierra una advertencia vigente: el fascismo puede reaparecer disfrazado de justicia social, seguridad nacional o incluso antifascismo. Pero la solución no pasa por sospechar de toda causa antifascista, sino por vigilar que los medios no corrompan el fin.
La democracia se sustenta en la discusión pública y la alternancia de ideas; cuando la acusación de fascista se lanza como granada retórica, mata ese debate y, en última instancia, debilita la república que pretende proteger. La mejor vacuna es el rigor conceptual, la defensa incondicional de las libertades y la disposición a discutir —incluso acaloradamente— sin precipitar al otro al cubo de la basura ideológica.
El futuro del antifascismo, si quiere ser creíble, tendrá que empezar por no parecerse al monstruo que dice combatir. Y el futuro de la democracia dependerá de que aprendamos a distinguir la crítica legítima de la intimidación disfrazada de virtud. Sólo así evitaremos que los fascistas de mañana —llámense como se llamen— encuentren el terreno abonado por nuestra pereza intelectual y nuestra pasión por el anatema fácil.
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