Vivimos en una distopía, pero no de esas sofisticadas con androides filosóficos y ciudades futuristas. No. Lo nuestro es un esperpento ibérico con ministros en TikTok, vicepresidentas que no saben hilvanar dos frases sin pisotear el diccionario y un presidente cuya única constante es la mentira. Nos gobiernan personajes sacados de una mala serie de televisión, y ni siquiera una con gracia. Ya ni rabia da: da vergüenza. Asco. Indignación. Pero sobre todo, miedo.
Porque lo que está ocurriendo no es una simple cuestión de ideologías o preferencias políticas. Esto va mucho más allá del juego parlamentario. Estamos frente a un Gobierno que ha olvidado lo esencial: que se gobierna para todos. No solo para los que te aplauden, no solo para los que te votaron. Para todos. Incluso para los que te detestan. Especialmente para ellos, porque en eso consiste la democracia madura: en representar incluso a quienes te quieren fuera. Y ahí es donde este Gobierno ha decidido que no. Que no gobiernan para todos. Que lo suyo es el sectarismo más ramplón y el desprecio más absoluto a todo lo que no se les arrodilla.
Ministros que hacen política por Twitter. Que responden con memes, que lanzan exabruptos, que celebran desde sus móviles lo que no saben gestionar desde sus despachos. Twitter como herramienta de Gobierno. ¿Estamos locos? ¿De verdad hemos aceptado como normal que alguien con una cartera ministerial tenga más interés en los likes que en los indicadores de su sector? ¿Dónde queda la gestión? ¿Dónde queda el trabajo? Esto no es ya posmodernidad, es directamente posvergüenza.
Las ruedas de prensa se han convertido en una ruleta rusa del disparate. Cada vez que abre la boca una ministra o una vicepresidenta, uno no sabe si va a escuchar una barbaridad, una falta de ortografía hablada, o una boutade que rivaliza con los monólogos de humor más surrealistas. Solo que no hace gracia. Porque son nuestras vidas, nuestras leyes, nuestros derechos, nuestras empresas, nuestros trabajos, nuestra economía lo que están en juego. Y las consecuencias son reales, aunque ellos vivan en la burbuja del aplauso fácil de los suyos.
Y lo peor de todo: nadie dimite. Nadie. Nunca. Puedes mentir, insultar, gestionar como el culo, provocar un apagón histórico, destrozar instituciones, humillar a tus ciudadanos… y no pasa absolutamente nada. La impunidad es total. La rendición de cuentas es una entelequia. Hemos normalizado el barro, el hedor, la incompetencia. Es más, lo celebramos. Salimos a la calle con palmas a festejar que vuelve la luz como si no fuera una vergüenza que se haya ido. Aplaudimos lo que debería avergonzarnos. Nos hemos convertido en cómplices por agotamiento.
¿Y la oposición? ¿Dónde está? ¿Dónde demonios está? A Feijóo ni está ni se le espera. Cuando aparece, uno casi desea que no lo hubiera hecho. Reacciones tibias, insípidas, previsibles. Como si estuviera más preocupado por no molestar que por defender al ciudadano. No se puede hacer oposición con miedo. No se puede combatir una maquinaria sectaria con respuestas de funcionario gris. Hace falta liderazgo, coraje, presencia. Y eso no lo estamos viendo. Porque la oposición no puede ser simplemente «los que no son ellos». Eso no basta. No basta.
Mientras tanto, el presidente sigue su curso. Miente más que habla. Y lo sabe. Y lo repite. Porque ha descubierto que no importa. Que el coste de mentir es cero. Que puedes decir una cosa el lunes, la contraria el martes, y salir reforzado el miércoles. El cinismo se ha institucionalizado. Y lo que es peor: muchos ciudadanos ya lo han asumido. Lo ven como parte del decorado. Como si no fuera grave. Como si no nos estuviera pudriendo por dentro. Como si no importara. Pero sí importa. Claro que importa. Porque un país que tolera la mentira sistemática de su máximo dirigente está condenado a la degeneración institucional y moral.
Este no es un Gobierno, es una performance. Un teatrillo para mantener enardecida a una parte del público mientras el resto observa, cada vez más hastiado, cada vez más harto, cada vez más desesperanzado. Pero cuidado, porque del hartazgo nace el monstruo. Y si no hay alternativa, si no hay salida, si todo parece una cloaca sin fin, entonces cualquier iluminado puede parecer salvador. Y eso ya lo hemos vivido. Y no acaba bien.
¿Dónde está la responsabilidad? ¿Dónde está el amor por el país? ¿Dónde está la altura de miras? Todo parece sustituido por la estrategia, el marketing, el cinismo, la desidia. Nos gobierna un grupo que no gobierna: simplemente sobrevive, se protege, se autopromociona. Y si pueden aplastar al que piensa distinto, mejor. Porque aquí ya no se trata de gestionar, se trata de vencer. De imponer. De aplastar. De deslegitimar al otro. Y eso, señor mío, no es democracia. Es otra cosa. Y empieza a oler a podrido.
Algunos todavía dicen que exageramos. Que esto siempre ha sido así. Que todos los Gobiernos han mentido, que todos los ministros han cometido errores. No. No es lo mismo. Nunca lo ha sido. Porque antes, al menos, se fingía decencia. Había límites. Había dimisiones. Había consecuencias. Hoy no hay nada de eso. Hoy hay memes. Hoy hay titulares que duran un día. Hoy hay ruido. Pero no hay vergüenza. Y eso, más que nada, debería preocuparnos. Porque cuando se pierde la vergüenza, se pierde todo.
No se puede gobernar desde el desprecio al que piensa distinto. No se puede insultar a la mitad del país día sí y día también y pretender luego pedirle lealtad institucional. No se puede construir una nación a base de dividirla. Porque una nación rota no progresa. Una sociedad enfrentada no avanza. Un país fracturado no sobrevive. Y todo esto, por desgracia, es exactamente lo que está pasando. Y cada día que pasa sin que nadie haga nada, sin que nadie reaccione, sin que nadie pague el precio político de su desastre, es un día más en la degradación de nuestra democracia.
No hay camino fácil. No hay salvadores mágicos. Pero lo que sí debería haber, ya, es dignidad. Dignidad para decir basta. Dignidad para exigir rendición de cuentas. Dignidad para señalar al incompetente, al manipulador, al mentiroso. Dignidad para dejar de tolerar lo intolerable. Dignidad para exigir que los ministros sean ministros y no influencers. Que el presidente sea presidente y no un comercial de sí mismo. Que la política vuelva a ser servicio y no circo.
Porque si no lo hacemos, si seguimos tragando, si seguimos normalizando esta feria de los horrores, entonces lo mereceremos. Y eso sí que será el final. No porque nos hayan vencido, sino porque nos habremos rendido sin pelear.
Y eso, amigo lector, sería imperdonable.
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