«La pregunta no es cómo llega a fin de mes. La pregunta es cómo no explota el país.»
El panorama es desolador. Un país donde un trabajador medio paga más de lo que gana solo en gastos básicos. Donde los sueldos no dan, los impuestos asfixian, y la clase política parece vivir en una dimensión paralela. Todo esto con una población que, lejos de alzarse, se encoge de hombros y sigue adelante. ¿Cómo es posible?
Durante décadas, España ha sido víctima de una progresiva colonización ideológica disfrazada de buenismo, igualdad y solidaridad. Políticas socialistas que han vendido humo envuelto en subvenciones, chiringuitos y lenguaje inclusivo mientras vaciaban los bolsillos de la clase media y condenaban a los jóvenes a una vida sin futuro.
La izquierda ha tejido una red clientelar tan extensa que el Estado ya no es una herramienta al servicio del ciudadano, sino una máquina de generar dependencia. Si levantas la cabeza y protestas, te arriesgas a perder «la ayuda». Mejor callar. Mejor no molestar. Mejor sobrevivir.
Pero no solo es culpa del PSOE, Podemos o Sumar. El Partido Popular, ese que antaño se decía liberal, ha sido cómplice por omisión. Se ha dejado arrastrar por la corriente, ha preferido la moderación cómoda al combate ideológico. Hoy, en Bruselas, votan lo mismo que la izquierda. Sostienen la Agenda 2030 con entusiasmo. No derogan leyes ideológicas cuando gobiernan. No desmontan el entramado de chiringuitos, ni rebajan impuestos de verdad, ni defienden la propiedad privada con firmeza. Son gestores de lo políticamente correcto. Y eso no es una alternativa: es una decepción con corbata.
¿Y la calle? La calle está dopada. No con porros —que también—, sino con entretenimiento basura, fútbol diario y Netflix a todas horas. Estamos tan sobreestimulados y tan aislados en nuestras pantallas que el descontento no encuentra eco. La indignación es privada, silenciosa, resignada.
El sistema ha aprendido que no hace falta represión para mantenernos quietos. Basta con miedo. Miedo a perder el trabajo, miedo a señalarte, miedo a que te tachen de facha si cuestionas el dogma progre. Y así, en lugar de rebelarnos, nos culpamos. Nos dicen que si no llegamos a fin de mes es porque no nos esforzamos. Como si pagar 850 € de alquiler, 180 € de luz, 50 € de internet y 400 € de comida fuera culpa tuya y no del diseño enfermo del sistema.
Estamos donde estamos porque durante años se ha instalado la mentira de que el Estado lo resuelve todo. Que más impuestos y más subvenciones son la solución. Que la desigualdad se combate con lenguaje inclusivo y cuotas de género. Que la pobreza se arregla prohibiendo el alquiler turístico y subiendo el SMI por decreto. El resultado es el que tenemos: un país empobrecido, enfrentado, cansado y sin rumbo.
Y sí, hay una alternativa. Pero no está en los partidos de siempre. Está en quien se atreve a decir que el emperador va desnudo. En quien defiende el sentido común sin pedir perdón. En quien apuesta por la libertad económica, por la soberanía nacional, por la seguridad y el orden, por la familia, por la cultura del esfuerzo. En quien propone acabar con el despilfarro público, cerrar los chiringuitos ideológicos y devolver el poder a los ciudadanos. Esa alternativa, hoy por hoy, solo se llama VOX.
No es perfecta. Ningún partido lo es. Pero es el único que no se ha arrodillado ante el consenso progre que ha podrido nuestras instituciones, nuestras leyes y nuestras conciencias. Es el único que no tiene miedo a decir que el socialismo, en todas sus formas, es una fábrica de miseria.
El cambio no vendrá de una huelga general ni de una revolución en Twitter. Vendrá de recuperar el coraje de llamar a las cosas por su nombre. De dejar de aceptar lo inaceptable. De votar con convicción, no con resignación. De volver a creer que otro país es posible, pero solo si nos lo quitamos de encima primero.
Así que no, las calles no arden. Pero cada día hay más españoles que despiertan. Que ya no se tragan el cuento. Que no quieren subsidios: quieren libertad. Que no quieren igualdad artificial: quieren justicia real. Que no quieren sobrevivir: quieren vivir.
Y ese despertar, Señor, puede ser el principio de algo grande.
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