Generación Kleenex: cuando la oficina se convierte en guardería emocional

Mira, lector, deja que te pinche el globo desde el primer renglón: esta generación nacida al calor de los móviles inteligentes y de la pedagogía blandita se nos ha torcido. Hablo de esos chavales que hoy pisan las oficinas con menos de treinta primaveras —sí, he dicho primaveras porque ya sé que las cifras les dan urticaria— convencidos de que el universo conspira para mimarlos. Su llegada al mundo laboral es un desfile de quejas, excusas y un victimismo tan militante que roza la performance. Y mientras ellos descubren lo traumático que resulta que un jefe les marque un error de sintaxis, los empresarios miran el calendario y se plantean si de verdad vale la pena seguir montando negocio en esta jungla de susceptibilidades eternamente inflamadas.

Sé que la caricatura duele, pero la veo cada día. Entras en una pyme española cualquiera y allí están: cuerpos presentes, mentes ausentes, espíritus programados para el slogan del bienestar gratuito. Benditos ocho mil pasos contados por el reloj en la muñeca y maldito cliente que ose preguntar por qué el botón verde no lleva al formulario que prometía el presupuesto. Al primer respingo de realidad se activa el protocolo drama. Manos temblorosas, mirada empañada, la palabra estrés convertida en mantra. Nadie les explicó que el sueldo no es un aplauso por existir sino un intercambio brutal entre problemas ajenos y tu capacidad para extinguirlos.

La raíz está en un relato que ha cargado las mochilas de estos jóvenes con un credo adulterado: todo derecho, cero deber. Se les dijo que la autoestima era un tesoro frágil que debía blindarse frente a cualquier sacudida, incluidos los correos un poco secos del responsable de proyecto. Se les vendió la moto de que la felicidad era un hashtag permanente y la frustración un virus mortal. El resultado es un puñado de trabajadores que, en lugar de asumir la responsabilidad de un bug, presentan baja médica por ansiedad porque un usuario se atrevió a reportar que la aplicación se cuelga. El mercado no puede permitirse tanta porcelana.

Y antes de que grites que generalizo, claro que hay excepciones. También hay unicornios, pero no montan guardia en cada parada de metro. Lo que sí abunda es un aire de campamento escolar donde cada inconveniente se debate en asamblea, se contextualiza, se relativiza y, al final, se aparca. Esa alergia a la urgencia es letal para la empresa liberal que vive de anticiparse al golpe. El emprendedor necesita soldados que crucen pantanos, no turistas de la autoestima buscando el ángulo con mejor luz para la foto de plantilla feliz.

El mayor drama no es siquiera la flojera, es la confusión moral. A un chaval le corriges una línea de código y salta: me cuestionas como persona. No, amigo, te cuestiono la variable mal nombrada que tumba el servidor. No todo es identidad ni microagresión; a veces es simple incompetencia. Pero claro, la escuela ya le enseñó que el error es opresor y que la crítica hiere derechos fundamentales. Así que desplegarán la retórica del trauma para blindarse, y de paso te colgarán el sambenito del explotador porque te atreves a exigir excelencia a cambio de una nómina que, sorpresa, pagas con tus noches sin dormir.

Se habla mucho de la gran renuncia. Yo lo llamo la gran excusa. Renuncian al puesto antes de renunciar a la sobremesa en el bar del jueves. Renuncian al proyecto si implica pulirlo un sábado. Renuncian antes de pelear. Y cuando se marchan, su epitafio laboral es un hilo en redes donde practican el tiro al jefe como deporte nacional. La empresa, mientras tanto, levanta acta de bajas, firmas de abogados y luce un cartel de se busca talento que ya parece anuncio vintage.

Quizá el origen profundo sea un estado paternal que ha infantilizado a la sociedad. Subsidio por aquí, prórroga por allá, retórica de derechos extendida como confeti, y así se fraguó la idea de que el riesgo es pecado y la estabilidad, un dogma. Entonces aparece la empresa privada exigiendo resolución, iniciativa, resiliencia de verdad —la de mancharse las manos— y choca contra un muro de cristal emocional. El joven empleado no fue preparado para elegir la incomodidad creadora; solo sabe buscar la línea de menor resistencia, la esquina confortable, el horario que no roce su ocio.

No confundamos esto con falta de talento. El talento está, se nota en los portafolios brillantes y en la soltura con que manejan lenguajes nuevos. El problema es que confunden creatividad con espectáculo y profesionalidad con autoexpresión. Lo primero que se pierde en esa confusión es el compromiso. Cuando un cliente señala un fallo no te está borrando del mapa ni te niega el valor como ser humano: está recordándote que tu misión es solucionar un problema concreto antes de proclamar tu genialidad. Ese desencuentro, repetido mil veces, genera fricción tóxica y, peor, costumbre de mediocridad.

He visto a jefes pedir una revisión urgente y recibir un correo lacónico: me lo tomo con calma por salud mental. Ojo, la salud mental es sagrada, pero usarla como carta blanca de impunidad la convierte en moneda falsa. Quien devalúa el concepto no es el empresario, es el trabajador que la invoca para escaquearse de la responsabilidad, y de paso dinamita la credibilidad de quienes sí batallan con auténticos trastornos. Aquí el liberalismo se indigna porque confunde cuidado con sobreprotección y acaba aplastando el mérito en nombre de una equidad mal entendida.

También juega un papel la cómoda épica del agravio. Qué rentable es declararse oprimido por un jefe exigente y encontrar eco en los likes. Se fabrica una narrativa donde el emprendedor es villano y el currela eterno es sirviente de un feudalismo tardío. No importa que el sueldo salga del mercado, no del saco de Papá Estado. La ficción es más sabrosa que la realidad. Y así nos vamos deslizando hacia una ética de oficina donde cualquier incomodidad se procesa como violencia psicológica. Resultado: empresarios con vértigo jurídico, equipos paralizados y consumidores que pagan el pato en forma de productos mediocres.

Tal vez haya llegado la hora de una contrarreforma cultural. Hace falta rescatar la palabra esfuerzo del cajón de los términos vintage, explicar que la libertad que pregonamos los liberales viene con factura. Libertad para buscar tu camino pero también para equivocarte, asumir el golpe y levantarte sin demandar un aplauso perpetuo. Libertad para cambiar de trabajo si no soportas la presión, pero sin criminalizar a la empresa que mide resultados. Libertad para llorar en privado, si hace falta, y regresar a la mesa con la solución que salva el proyecto. Eso es profesionalidad y también dignidad.

No se trata de militar en el despido fácil ni de rendir culto al estrés crónico. Se trata de sensatez: la empresa no es guardería ni confesionario. Quien paga espera respuestas, no excusas. Quien cobra firma un contrato que incluye morderse el ego y pulir la entrega. Ese pacto simple mantiene viva la economía liberal que paga carreteras, consultas médicas e incluso las becas con las que se formaron estos mismos chicos que hoy reniegan del sudor. Si rompes el pacto en nombre del bienestar sin límites, te cargas la gallina de los huevos de oro y después vendrán discursos más duros que cualquier reprimenda de tu superior.

Habrá quien lea esto y reviente de indignación. Dirán que soy un boomer resentido, que no entiendo las nuevas sensibilidades. Lo acepto, pero te recuerdo, lector, que la sensibilidad sin competencia es un adorno caro. Me enorgullece un país que protege a los vulnerables, pero me desespera uno que confunde vulnerabilidad con capricho. Quiero jóvenes brillantes que ambicionen más que un horario flexible y una mesa con mesa de ping-pong; quiero inconformistas contra el error propio, no solo contra el sistema. Quiero que cuando el cliente critique un diseño, vean oportunidad de afinar el golpe, no una tentativa de agresión simbólica.

Sé que pido valentía en tiempos de comfort food cultural. También sé que existe una minoría feroz de currantes jóvenes que sí se parten la cara, que entregan más de lo que prometen, que recogen la crítica como oro fino. Ellos deberían ser el faro, no la rareza. Porque si la mediocridad sigue marcando la pauta, el empresario luchará con dos tentaciones fatales: la deslocalización y la automatización. Entonces los puestos soñados para quien ansía un salario sin sudor se convertirán en hologramas. La economía no negocia con el victimismo, se limita a pasar la factura.

Quien aún crea que exagero puede asomarse a cualquier portal de empleo y leer historias de renuncias exprés por feedback negativo. O hablar con departamentos de recursos humanos que se han convertido en psicólogos de guardia. O preguntar al autónomo que paga las cuotas de la seguridad social y encima ha de redactar correos con guantes de seda porque un adjetivo mal colocado puede desatar una tormenta legal. Es real, tan real como el café frío olvidado mientras rema el emprendedor que sostiene la barca.

Termino con una invitación a la responsabilidad radical. Si eres joven y hoy sientes el zarpazo de estas líneas, tómalo como un reto. No se trata de agachar la cabeza, sino de alzarla con hechos sólidos. Responde a la crítica con mejora, al error con aprendizaje, al salario con valor añadido. Deja en manos del psicólogo las catarsis y acude al trabajo a ensanchar tu oficio. Porque la única vacuna contra la precariedad del futuro será tu capacidad de resolver problemas reales con la velocidad de quien sabe que la competencia no llora, factura.

Y para los empresarios que me leen, tampoco os libráis. La queja sin acción es simétrica al victimismo que denunciamos. Tocará invertir en cultura de exigencia clara y recompensa palpable. Toca alzar la voz sin miedo al tribunal de la susceptibilidad y recordar que la generosidad empieza por ofrecer guía, no por bajar el listón. Solo así romperemos este círculo vicioso donde la ofensa retórica vale más que el producto entregado. O espabilamos juntos o resignémonos a ver, año tras año, cómo el talento auténtico emigra y nos quedamos con la plantilla de lágrimas fáciles.

Así que sí, soy ácido, soy crítico y, sobre todo, soy liberal. Prefiero una oficina llena de ideas afiladas y espaldas anchas a un spa emocional con fichaje digital. Prefiero compañeros que sudan la camiseta a influencers de la resiliencia de Instagram. Prefiero un cliente gruñón que paga a tiempo a un ejército de egos delicados que facturan excusas. Si eso me convierte en un dinosaurio, rugiré orgulloso. Porque mientras algunos lloran, otros venden pañuelos, y, amigo, en esa transacción seguimos encontrando la esencia misma del mercado.


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