Era una cena especial. Marta había reservado mesa en su restaurante favorito del centro para celebrar su cumpleaños. Llevaba semanas con ilusión, preparando la reunión con sus amigos, cuidando cada detalle: el menú, los nombres en las servilletas, una pequeña bolsa con obsequios. Todo marchaba bien… hasta que llegó la familia de la mesa contigua. Padre, madre y un niño de unos cinco años. Apenas se sentaron, el niño empezó a corretear entre las mesas, chillando, lanzando servilletas al aire como si fueran mariposas de papel. Los padres, impasibles. Marta lo ignoró al principio. Quería disfrutar. Pero cuando el niño se metió debajo de su mesa, tiró del mantel y casi volcó las copas, uno de los amigos le pidió amablemente a la madre que por favor controlara al niño. La respuesta fue inmediata, agresiva: “Si no os gustan los niños, no vayáis a restaurantes”. Marta no dijo nada. Pero su noche quedó arruinada.
Otra escena, otro lugar. Laura sube a un avión rumbo a São Paulo. Ha pagado un poco más para tener ventanilla, para viajar cómoda, para desconectar con música y mirar el cielo. Poco antes del despegue, una madre con su hijo de unos cuatro años la aborda. El niño llora sin parar. La madre le pide que le ceda su asiento para que el niño pueda mirar por la ventana. Laura, que ya lleva minutos aguantando el llanto, responde con calma: “Lo siento, prefiero no cambiarme”. En ese momento, otra pasajera saca el móvil y graba la escena. El vídeo acaba en redes. Laura es tachada de insensible, desalmada, egoísta. Pocos preguntan por qué la madre no reservó los asientos juntos. Pocos cuestionan la presión emocional que supone pedir algo y que encima graben tu negativa como si fuera una falta moral. Hoy Laura ha demandado. No busca venganza. Busca respeto. Porque decir que no también es un derecho.
Estas dos escenas —una vivida por muchos, otra real y viral— ilustran una misma cuestión que cada vez genera más debate y más hartazgo: ¿hasta qué punto estamos obligados a aguantar los berrinches, gritos y comportamientos disruptivos de niños maleducados en espacios públicos? ¿Y por qué algunos padres parecen creer que el mundo entero debe tolerar las consecuencias de su irresponsabilidad?
Antes de que alguien grite que “los niños tienen derecho a existir”, conviene aclarar lo evidente: nadie está diciendo lo contrario. Los niños no son el problema. El problema son los adultos que no ejercen su rol de educadores y encima esperan que el resto del planeta actúe como si todo fuera normal, como si el caos infantil fuera una lluvia primaveral que hay que aceptar con una sonrisa resignada. No. Lo siento. Pero no.
Los espacios públicos son de todos. Y eso implica que cada uno debe hacer su parte para que la convivencia sea posible. Llevar a un niño a un restaurante, a un avión o a una sala de espera no es un acto heroico ni un derecho incuestionable. Es una responsabilidad. Y como tal, exige previsión, autocontrol, respeto por el entorno y, sobre todo, educación.
Porque hay padres que sí educan. Y conviene decirlo. Padres que, antes de salir, explican a su hijo: “Hoy vamos a un restaurante. Allí la gente está comiendo y hablando tranquilo. No se grita, no se corre, no se tira la comida. Si te cansas o necesitas algo, me avisas”. Padres que, si el niño empieza a montar un berrinche, no dudan en salir con él, calmarlo, contenerlo, y volver cuando la situación esté bajo control. Padres que saben que no todo vale, que estar cansado no es excusa para molestar a otros, que ser niño no implica tener carta blanca para alterar la vida ajena.
Esos padres existen. Los ves con frecuencia. Suelen hablar bajito a sus hijos, agacharse a su altura, anticipar lo que va a pasar. Y cuando el niño se altera, no miran al techo ni se fingen distraídos: actúan. No se trata de castigos ni de rigidez militar, sino de algo mucho más simple: presencia. Coherencia. Límites.
Y luego están los otros. Los que se hacen los locos. Los que dejan que su hijo corra entre las mesas como si el restaurante fuera un parque infantil, los que ni se inmutan cuando el niño tira cubiertos, grita o interrumpe a la gente. Y lo más grave: los que, cuando alguien les pide con educación que por favor gestionen la situación, se ofenden. Se ofenden profundamente. Se sienten atacados. Y lanzan el clásico contraataque: “Es un niño, ¿qué quiere que haga?”. Como si tener un hijo fuera una licencia para colonizar cualquier espacio con su ruido, su energía descontrolada y sus rabietas.
No, señora. No, señor. Su hijo es su responsabilidad. Si no está preparado para estar en público, no lo saque. Si no sabe comportarse en un entorno compartido, no es culpa del camarero, ni del cliente de al lado, ni del pasajero que no quiere ceder su asiento. Es suya. Toda suya.
Aquí entramos en una dimensión aún más irritante: la de los padres que, además de no educar, exigen comprensión. Exigen empatía. Pero jamás la practican. Te piden que aguantes, que entiendas, que te pongas en su lugar… mientras ellos no hacen el mínimo esfuerzo por ponerse en el tuyo. No les importa que estés celebrando algo, que necesites descansar, que el restaurante tenga normas. Les da igual. Si tú te atreves a pedir respeto, el que está mal eres tú.
Y lo peor no es solo la actitud. Es el ejemplo que están dando. Porque esos niños, a los que nadie enseña a comportarse, acaban creyendo que todo está permitido, que la frustración ajena no importa, que si alguien les dice que no, puede ser castigado. Es la generación de los pequeños tiranos, como los define la psicología: niños que mandan más que sus padres, que viven sin límites y que se sienten con derecho a todo sin dar nada a cambio.
¿Queremos eso? ¿Queremos restaurantes donde nadie pueda comer tranquilo? ¿Vuelos donde el llanto ininterrumpido sea la banda sonora? ¿Espacios donde cualquier intento de poner un límite sea respondido con insultos, cámaras y viralización?
No se trata de intolerancia. Se trata de respeto. Nadie espera que un niño de tres años esté callado como una estatua. Pero sí se espera que sus padres no se desentiendan. Que hagan algo. Que se levanten, que hablen, que gestionen. Que no conviertan el restaurante en una batalla de supervivencia emocional.
También están los que directamente proyectan su caos en los demás. No solo no educan: atacan al que sí pone límites. Al que dice “esto aquí no”. Al que no cede su asiento o no aplaude las gracias de su hijo. Como si tener un hijo fuera un pase VIP a la impunidad. Como si educar fuera opcional.
Y claro, luego se sorprenden de que haya restaurantes que empiecen a poner normas. Zonas child-free. Carteles con “comportamiento esperado”. Reglas básicas. No es discriminación. Es autoprotección. Porque si la empatía se exige solo en una dirección, se agota. Si la sociedad entera tiene que comportarse como un parque de diversiones infantil, al final nadie quiere compartir espacio con niños. Y no por culpa de los niños, sino por culpa de padres que no hacen su trabajo.
Educar no es fácil. Lo sé. Exige tiempo, paciencia, renuncia. Significa parar una comida para calmar un berrinche. Significa explicar cien veces por qué no se puede gritar. Significa, a veces, quedarse en casa si sabes que tu hijo no está en condiciones de estar tranquilo. Pero también es el mayor acto de amor que puedes hacer. No solo por tu hijo, sino por todos los que comparten el mundo con él.
Porque la alternativa es lo que ya estamos viendo: niños sin límites. Adultos hartos. Camareros al borde del colapso. Pasajeros que no pueden dormir. Padres que se sienten mártires incomprendidos, y que creen que ser padre es suficiente justificación para todo.
Y no lo es.
Ser padre te da una misión. Y parte de esa misión es enseñar a tu hijo a comportarse. A respetar. A convivir. Si no puedes, pide ayuda. Si no quieres, no exijas comprensión. Y si alguien te pone un límite, no te victimices. Escucha. Aprende. Reacciona.
Porque convivir implica esfuerzo. Y el esfuerzo debe venir de todos, pero especialmente de quien tiene la responsabilidad directa sobre quien aún no sabe hacerlo por sí solo.
Manifiesto para la convivencia con niños en espacios públicos
Lo que sí es educar:
- Anticipar a tu hijo qué se espera de él en cada lugar.
- Salir del local si el niño se descontrola y no puedes calmarlo.
- Aceptar que hay momentos en los que no se puede salir si no está preparado.
- Escuchar con humildad si alguien te dice que tu hijo está molestando.
- Enseñar a tu hijo que también hay normas fuera de casa.
Lo que no es educar:
- Soltar al niño y confiar en que el entorno se adapte.
- Justificar cualquier comportamiento con “es un niño”.
- Enfadarte si alguien te pide respeto.
- No hacer nada mientras el niño arruina la experiencia de los demás.
- Grabar y exponer a quien te dice “no” con respeto.
Y si todo esto te parece demasiado exigente, plantéate una pregunta simple: ¿cómo te gustaría que te trataran si tú fueras el que quiere disfrutar de una comida, un vuelo o una charla tranquila?
La respuesta, probablemente, no será “con un niño chillando en la oreja mientras sus padres miran TikTok”.
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